Los informes internos de Facebook, a los que ha tenido acceso The Wall Street Journal, concluyen que Instagram es tóxico para sus usuarios, sobre todo para adolescentes. ¿Pero es que alguien se sorprende? Instagram me ha hecho sentir a mí, una mujer adulta, como un cero a la izquierda durante años, ¿cómo no va a ser tóxico para las chicas más jóvenes, cuya personalidad aún se encuentra en desarrollo?
Hace exactamente ocho meses que hice mi última publicación en Instagram. Cuando hice esta última publicación ya llevaba mucho tiempo manteniendo una relación de amor odio con esta red social. Hacía meses que no disfrutaba compartiendo fotos ni escribiendo las reflexiones que tanto me caracterizaban. Ni siquiera disfrutaba haciéndome fotos. De hecho, estaba harta. Lo hacía todo por inercia y ni tan solo me había planteado la posibilidad de no hacerlo. Nadie me obligaba a publicar y sin embargo, yo sentía que si no lo hacía caería en el peor pozo que existe: el olvido y la invisibilidad a la que te empuja el maldito algoritmo de Instagram.
Nunca me abrí una cuenta para ser influencer y jamás busqué conseguir hordas de followers. Yo sólo quería compartir mi visión del yoga y mi práctica personal, conectar con personas con intereses similares y aprender. Al principio me sentí fascinada por la cantidad de “yoguis” que había, los retos, la ropa vistosa, las fotos de posturas en lugares mágicos e idílicos… Para mí, que venía de una escuela tradicional de hatha yoga clásico, Instagram me supuso una ventana a un mundo desconocido, y reconozco que durante los primeros años, aprendí mucho sobre diferentes estilos de yoga que desconocía, supe de la existencia de eventos y conocí a gente maravillosa. Pero también empecé a preocuparme porque mis fotos eran cutres, mi ropa era simple y mi cuerpo estaba lejos de parecerse al de esas esculturales “profesoras de yoga” que veía en las redes. Empecé incluso a cuestionar las enseñanzas que había recibido en mi escuela. Había caído en la trampa y la mentira de Instagram, aunque yo lo negara rotundamente. Era consciente de la falsedad y de la superficialidad de esta red, pero de alguna manera yo quería encajar ahí, sentir que pertenecía a algo. Y esta necesidad de pertenencia y de validación fue lo que hizo que cada vez me lo tomara más en serio. Y no, no eran la cantidad de likes ni los followers, era el hecho de sentirme relevante.
E ilusa de mí, creí que a alguien le podría interesar el yoga de verdad, el tradicional, el de toda la vida. Pero no. Instagram se alimenta de superficialidad y de personas que aunque dicen estar interesadas en aprender yoga real, en realidad sólo quieren aprender a hacer posturas en ropa bonita, hacer vinyasa yoga en Bali y repetir frases de Mr Wonderful hasta la saciedad. Cientos de miles de personas venerando a modelos reconvertidas en gurús espirituales. Cientos de miles de personas esparciendo positividad tóxica y practicando bypass espiritual en nombre del Yoga a golpe de frases de manual de autoayuda barato y repitiendo hasta la saciedad palabras ahora vacías como “vibrar”, “fluir”, “conectar”, “amor” y “paz”.
En Instagram, Facebook o en Youtube no hay yoga. Ni siquiera hay yoguis. Sólo hay interés y apariencia. No puedes aprender yoga a través de una pantalla, ni siquiera leyéndolo de un libro. El yoga se aprende viviéndolo y estudiándolo con un maestro de los de toda la vida, de esos que a lo mejor no tienen un título reconocido por la Yoga Alliance (organismo que por cierto no es tan maravilloso y oficial como creéis) pero tienen algo mucho mejor: toda una vida de práctica y estudio del yoga. ¿O acaso creéis que Krishnamacharya, Yogi Bhajan o el maestro Iyengar tenían títulos homologados por la YA?
Es alucinante la cantidad de intrusismo profesional que existe en el yoga y la cantidad de personas con poca o nula formación que publican sobre posturitas y se sienten capaces de hablar de crecimiento personal y de espiritualidad en las redes. Los profesores de yoga no son médicos, ni fisioterapeutas, ni psicólogos ni asesores de vida, pero asusta ver con qué facilidad les entregamos nuestra confianza y nuestra salud mental y física a los vendedores de humo que te seducen con fotos bonitas y frases estampadas en tazas de desayuno. Y lo peor es que dejamos que toda esta superficialidad defina lo que es digno y lo que no y que nosotros nos sintamos válidos o fracasados al medirnos con un rasero absurdo y poco realista.
Yo no soy una erudita del yoga ni una iluminada, pero me cansé de ver a impostores ensalzados al nivel de gurús mientras los verdaderos sabios quedan en el anonimato.
Me cansé de sentir que mi visión del yoga no era popular porque no tenía suficientes likes en comparación con un bonito culo en tanga en una playa de Bali.
Me cansé de preocuparme por lo que escribía, cómo lo escribía, qué fotos colgaba y qué ropa me ponía. Me cansé de sufrir al ver que personas que creía que eran amigas dejaban de seguirme después de haber hecho cierta publicación. Me cansé de tener miedo a recibir críticas por expresar mis opiniones sinceras. Me cansé de tener que publicar para cumplir con un cupo que me pedían las marcas y me cansé de jugar a un juego en el que yo no había creído nunca. Me cansé de que me pidieran hacer colaboraciones e incluso de trabajar gratis, sólo a cambio de una palmadita en la espalda.
Fue desinstalar Instagram de mi teléfono y de repente pude volver a centrarme en mi práctica de yoga y encontré tiempo para estudiar y prepararme para el proceso de acreditación de mi título de yoga. También encontré tiempo para involucrarme más en la educación de mis hijos, seguir formándome como profesora de inglés, leer novelas y hablar largo y tendido con personas físicas que estaban delante de mí.
De repente dejé de preocuparme por hacerme fotos, por encontrar temas de los que hablar, por videos que tenía que grabar. Dejó de preocuparme qué ropa me ponía para hacer mi práctica de yoga. Dejé de “enseñar yoga” en internet y volví a dar clases presenciales. Y me importan un pimiento las últimas tendencias en yoga, en props y los retiros en lugares paradisíacos o los últimos eventos.
Desde que dejé Instagram tengo más tiempo para mí misma, para mi cuerpo y para mi práctica de yoga. Instagram me hacía sentir mal conmigo misma y con los demás. Ahora, ocho meses después, sigo sin haber conseguido nada notable ni digno de mención, pero soy más feliz. Y no, no tengo ninguna intención de volver, ni ahora ni en un futuro. A lo mejor dentro de un tiempo me lo replanteo, pero por ahora no entra dentro de mis planes. Sin Instagram se vive mejor.
Gracias a personas como tú, me interesé en aprender yoga tradicional, las personas como tú son difíciles de encontrar en las redes sociales, pero es de lo que más hace falta ... El Instagram se me metió en la cabeza y se convirtió en un obstáculo, también lo pude ver, aún debo aprender a usarlo como herramienta y no que ella me usé a mi, es como poner en práctica las herramientas de yoga para controlar los torbellinos mentales ... La vida es la práctica
Querida :) he venido a buscar noticias tuyas. De repente me acordé que hace tiempo no te leía. Me alegro que estés bien y que esta ausencia en insta haya sido una elección (y no que te haya pasado algo). Te comprendo, de verdad. Y sí, a algunos nos interesa un yoga verdadero, de tal modo que alguna se aparta del yoga (en los últimos dos años...yo) por tener demasiado conflicto con lo que es, debe ser, los que los demás quieren que sea, lo que una misma quiere (porque se convenció de que como lo vive es insuficiente). Los caminos son mágicos y insondables 🔥❤️😊 y requiere un gran poder interno para darnos cuenta de que nuestro sendero sigue…
Algú ho havia de dir